¿Por qué decimos groserías? Hablar según nuestro contexto social

En mi pasada estancia de tres meses en México dije más groserías de las que he pronunciado durante mi estancia de casi cinco años en China (hablando con hispanohablantes).

No soy una persona predilecta del lenguaje soez. No es porque intente aparentar un lenguaje pulcro, simplemente me desagrada que el uso limitado de groserías se convierta en una muletilla, reflejo de una pobreza expresiva. De ahí el fenómeno del güeyismo (usar güey entre cada frase). Sin embargo, he detectado que soy malhablado en la medida en que paso más tiempo con amigos malhablados. Malhablado, según la Real Academia de la Lengua, es ser “desvergonzado o atrevido en el hablar”.

Hablar con groserías no necesariamente se relaciona con el nivel socioeconómico. Un estudio de Timothy Jay, contenido en el libro ¿Por qué maldecimos? (Why we curse, 1999) demostró que se dice el mismo número de groserías en los sectores más educados como en los de menos instrucción académica. Incluso decir palabrotas tiene un efecto psicológico para liberar estrés, aliviar el enojo o la frustración. También nos permitimos decirlas para generar un ambiente de camaradería entre amigos. Decimos más groserías con aquellos con quienes sentimos confianza. Por supuesto que también maldecimos a quienes nos disgustan.

Los mexicanos gozamos de fama mundial de malhablados. En reiteradas ocasiones hemos sido penosamente amonestados como afición por la Federación Internacional de Fútbol Asociación (FIFA) debido al grito contra el rival, considerado un insulto homofóbico, “¡eeeh, @∞¢!”. Lo vemos como lúdico, sin tomar en cuenta las sensibilidades internacionales. Pero el mundo no está obligado a entender la idiosincrasia mexicana. Nosotros sí debemos considerar, por respeto y sana convivencia, el entorno social fuera del código mexicano, aunque nos guste hablar con groserías.

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Según un sondeo realizado en 2009 por Consulta Mitofsky, en promedio cada mexicano dice alrededor de 20 groserías diarias. Entre los encuestados, uno de cada 10 aseguró que no necesitaba decirlas  para comunicarse. El mismo estudio indica que los mexicanos que dicen más malas palabras viven en el norte, mientras los que se consideran menos propensos a decirlas viven en el bajío.

¿De dónde viene el concepto de mala palabra? No hay un consenso universal sobre lo que es una mala palabra, depende de la connotación, del contexto cultural e identitario. En una conversación con amigos argentinos hablamos sobre los dulces típicos de nuestros países. Les dije que me encantaba la cajeta y que la mejor era la de Celaya. Ellos comenzaron a reírse sin parar. ¿Qué tiene de malo la cajeta? —les pregunté. Me respondieron que si voy a la Argentina no se me ocurra pedir cajeta, porque es la forma vulgar para referirse a la vagina. Debo decir dulce de leche. Luego hablamos de los pendejos. Para los argentinos un pendejo es un menor de edad o una persona inmadura, también es el vello púbico, mientras que para los mexicanos es la forma altisonante para decir tonto, idiota o estúpido. En Perú es alguien astuto. Si analizamos a cada país latinoamericano encontraremos una connotación distinta sobre una misma palabra. Las groserías están enmarcadas en su contexto cultural.

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En el uso de groserías también existe una discriminación de género. A los hombres se les permite hablar públicamente con groserías, mientras que a las mujeres se les sanciona moralmente. Esta situación ha cambiado en los últimos años en algunos contextos urbanos. Ahora se escucha a las mujeres en los espacios públicos usar el mismo léxico florido que los hombres. No obstante, en términos generales sigue siendo más condenado que las mujeres sean soeces en comparación con los varones.

Pero no caigamos en estereotipos. Contrario a la creencia común, las personas que dicen groserías pueden tener una mayor riqueza lingüística, mejores habilidades retóricas y es un signo de inteligencia. Estas son algunas de las conclusiones del estudio de Kristin L. Jay y Timothy B. Jay, publicado en la Revista Language Sciences.

En una serie de tres experimentos pidieron a los participantes, de entre 18 y 22 años, que dijeran en un minuto todas las groserías que supieran, posteriormente tenían que hacer lo mismo pero mencionando nombres de animales.  El estudio sugiere que quien domina un mayor léxico de groserías también posee habilidades verbales saludables y no tiene una pobreza expresiva. Pero léase con cuidado, sólo quien tiene un amplio vocabulario de groserías, ello confirma lo que expresé al inicio, usar un limitado número de ellas se convierte en muletilla. El estudio no encontró mayores diferencias entre hombres y mujeres respecto a su repertorio de groserías. Ambos géneros son igual de léperos.

¿Si decir groserías es saludable, por qué nos las decimos con mayor frecuencia? Diversos estudios sociolingüísticos han demostrado que las personas cambian su lenguaje y nivel de formalidad en la medida en que la expresión oral tiene una función social. Es decir, adoptamos una postura formal exenta de groserías para desarrollarnos en entornos laborales o escolares. Incluso en las familias donde decir groserías está prohibido, las personas se expresan sin ellas.

Entonces, ¿dónde decimos groserías? Donde el contexto social lo permite, así de sencillo. Las normas sociales son las que determinan nuestros modos expresivos. A este fenómeno se le conoce como Teoría del Alojamiento la cual que explica cómo y por qué adaptamos nuestro discurso para acercarnos o alejarnos de los otros y las consecuencias sociales que ello implica.

La forma de hablar puede llevarnos a un acercamiento o distanciamiento de nuestro interlocutor. También nos indica una forma de reducir la distancia social entre dos personas. Si un profesor de filosofía utiliza su léxico académico para hablar con una persona que sólo concluyó la primaria, seguramente se generará un distanciamiento entre ambos. Las personas suelen adaptar su lenguaje para lograr una aproximación. Si no existe un sentido empático, este acercamiento simplemente no ocurre. El uso de groserías tiene un doble efecto de intimidad y distanciamiento. Cuando no existe simetría entre los hablantes en el uso de un léxico común, los resultados de la comunicación pueden generar barreras y desconfianza porque no existe una reciprocidad en los modos expresivos. El pacto implícito entre los hablantes determina si están dispuestos en emplear  groserías o bien omitirlas, a modo de que la conversación sea cómoda, según sus propios códigos culturales.

En el caso contrario, también usamos nuestro léxico justamente para distanciarnos de los otros. Hay quienes no tienen interés en ser empáticos, por el contrario, con su modo expresivo quieren diferenciarse. Una persona con un léxico erudito busca demostrar a los demás su profundo conocimiento de la lengua y utilizará palabras cultas para generar un efecto de mayor prestigio social. Es como decirle a su interlocutor que no están al mismo nivel expresivo, por tanto, tampoco gozan del mismo estatus. A este fenómeno se le conoce como un patrón asimétrico de la comunicación. Socialmente una persona con un lenguaje soez es mal vista entre los círculos que gozan de prestigio social.

¿Cómo aprendemos a decir groserías? Primero aprendemos la estructura fonética de las palabras que se consideran groserías y posteriormente aprendemos los significados de estas palabras en los determinados contextos en las que se emplean.

Existe una operación condicionante respecto al hablar con groserías a partir de los castigos y recompensas que recibimos desde niños. Hay casos donde los padres celebran que sus hijos, que apenas comienza hablar, ya sepan pronunciar alguna mala palabra. Mientras otros padres censuran tales comportamientos. Si es así, el niño comprende que una grosería es una palabra que no debe pronunciar, aunque fonéticamente pueda hacerlo. Aprenderán a inhibir su uso.

Los niños que no son regañados por decir groserías, serán propensos incorporarlas en su contexto social futuro.  No existe un estudio conclusivo que demuestre una correlación entre un niño que dice groserías y su forma expresiva en su vida adulta, pero es un hecho que si en el seno familiar las groserías son de uso común, entonces se normaliza el vocabulario soez.

El decir groserías parte de un aprendizaje social. Los círculos en los que nos desarrollamos con nuestros pares influyen en nuestros modos expresivos. Por ello es que usualmente utilizamos diferentes modos de hablar de acuerdo con el rol que desempeñamos en la familia, trabajo, escuela, etc.

Si alguna ves te has preguntado qué tanto necesitas diariamente de las groserías para expresarte, existe una forma sencilla para descubrirlo. Trata por un día de no utilizar lenguaje soez y observa en qué contexto social hablas con más groserías. Si logras concluir el día sin decir una sola, ello demuestra tu baja dependencia expresiva al uso de groserías. Pero si no logras hablar sin ellas en la primera hora de la prueba, entonces tienes una alta dependencia al uso del lenguaje soez y seguramente se te dificulta desenvolverte en entornos formales. Haz la prueba.

 

Para conocer más, consulta los siguientes recursos en línea:

 

 

 

http://www.bbc.com/mundo/especial/vert_fut/2016/03/160307_vert_beneficios_de_decir_groserias_yv

https://www.keele.ac.uk/psychology/people/richardstephens/

Haz clic para acceder a jay00.pdf

http://eleconomista.com.mx/notas-online/politica/2009/10/14/mexicanos-dicen-1350-millones-groserias-dia

http://laaficion.milenio.com/seleccionmexicana/fifa-eh_puto-sancion-multa-mexico-femexfut-milenio-la_aficion_0_823117738.html

Haz clic para acceder a HSP.pdf

 

2 Comentarios

  1. Linda entrada, la pregunta del millón de dulces, ¿quién o quiénes desarrollan la teoría del alojamiento? y ¿en dónde hallarlos?

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