Desde el 2009, el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos circuló un documento en el que advertía de la amenaza por el crecimiento de la ultraderecha o grupos supremacistas blancos, su radicalización y su mayor capacidad para difundir su ideología con el fin de reclutar a nuevos miembros para sumarse a su causa.
La crisis económica del 2008, así como la elección del primer presidente afroamericano en la historia de la Unión Americana, Barack Obama, exacerbaron sus ánimos. Estos temas fueron utilizados como banderas para argumentar que los blancos eran las víctimas de un sistema de gobierno que los estaba marginando.
La pauperización de la clase media estadounidense, que afectó a grupos de la población anglosajona y vio el detrimento de su estilo de vida, así como el crecimiento de los flujos migratorios, fueron vistos como la prueba de que se les estaba haciendo a un lado y “estaban perdiendo su país”.
En el mencionado reporte, las autoridades no detectaron que los supremacistas estuvieran planeando algún ataque, sin embargo, advirtieron que las diversas propuestas legislativas para imponer restricciones en la compra de armamento podrían provocar que, como una forma de anticiparse, estos grupos comprarían más armas. Aunado a ello, se preveía que la ultraderecha mejoraría sus tácticas propagandísticas y trataría de reclutar a veteranos de guerra para servirse de sus conocimientos de combate, ya que los exmilitares suelen enfrentar dificultades para incorporarse a la vida civil.
En los foros en internet, los grupos de supremacistas blancos encontraron un espacio ideal para propagar su ideología. De ser un grupo marginal, sus ideas comenzaron a colocarse como temas de debate en los principales espacios mediáticos y encontraron su propia agenda en el sistema político estadounidense.
En su diagnóstico, las autoridades tenían perfectamente identificados los temas de la agenda supremacista, como se lee a continuación:
La charla extremista de derecha en Internet continúa enfocándose en economía, la pérdida percibida de empleos estadounidenses en los sectores de manufactura y construcción, y ejecuciones hipotecarias. Los extremistas antisemitas atribuyen estas pérdidas a una conspiración deliberada llevada a cabo por una camarilla de «élites financieras» judías. Estas tácticas «acusatorias» se emplean para atraer a nuevos reclutas a grupos extremistas de derecha y radicalizar aún más a aquellos que ya se suscriben a las creencias extremistas. (…) es probable que esta tendencia se acelere si se percibe que la economía empeora.
Estos grupos ya no son el Ku Klux Klan. Se han modernizado y han construido nuevas identidades en respuesta a lo que ellos perciben como las nuevas amenazas.
La noción de identidad social se define como la forma en que los individuos se representan a sí mismos como miembros de un grupo particular, por su origen étnico, social y de género. De acuerdo con el sociólogo Zygmunt Bauman en su libro Identidad (2004), la identidad social no es fija, sino que es negociable y revocable:
“la identidad se nos revela como algo inventado, más que algo descubierto, es una meta y un esfuerzo, un objetivo, algo que alguien necesita construir desde cero o escoger entre las alternativas ofrecidas y después luchar por esta identidad y protegerla a través de más luchas”.
En la introducción a la obra de Bauman, Benedotto Vecchi expone:
La cuestión de la identidad también está asociada con la caída del estado de bienestar y el posterior crecimiento en un sensación de inseguridad, con la «corrosión del carácter» que la inseguridad y la flexibilidad en el lugar de trabajo han producido en la sociedad. Se crean las condiciones para un vaciado de instituciones democráticas y una privatización de la esfera pública, que se parece cada vez más a un programa de entrevistas donde todos gritan sus propias justificaciones sin nunca manejar la injusticia y la falta de libertad existente en el mundo moderno.
Los supremacistas blancos han construido sus identidades como una respuesta antagónica a los cambios económicos derivados de la globalización y a los nuevos discursos que han dado visibilidad a otros grupos sociales que antes no tenían voz, como las minorías hispanas, afroamericanas, grupos de la comunidad LGBT, así como a la demanda de una mayor igualdad entre los géneros.
Desafortunadamente, la ultraderecha encontró su legitimidad en la figura de la persona más poderosa del planeta, Donald Trump, el presidente de los Estados Unidos.
Como candidato, Trump fundamentó su campaña electoral apelando a los miedos de la clase media, enfocándose en ese grupo de blancos que se había sentido relegado durante la presidencia de Obama, y al que prometió poner al centro de su agenda.
“Vamos a poner a América en primer lugar, y vamos a hacer que América sea grande nuevamente”, estas fueron las ideas principales del republicano durante toda su campaña.
Esa América de Trump puso el énfasis en los estadounidenses blancos.
Cuando Trump anunció su candidatura presidencial, discurso que debería releerse para entender el reposicionamiento ideológico de los supremacistas, dijo:
“Nuestro país perdió el rumbo cuando dejamos de poner al pueblo estadounidense primero. Llegamos aquí porque cambiamos de una política de americanismo, centrada en lo que es bueno para la clase media de Estados Unidos, a una política de globalismo, centrándose en cómo hacer dinero para las grandes corporaciones que pueden trasladar su riqueza y trabajadores a países extranjeros en detrimento del trabajador estadounidense y la economía estadounidense”.
Enarbolando a la política antimigrante, los mexicanos fueron el primer grupo al que Trump culpabilizó de los fallos del sistema. Recordemos sus palabras, que fueron el semillero del sentimiento antimexicano que a cuatro años de distancia persiste:
«Cuando México envía a su gente, no están enviando lo mejor. Están enviando personas que tienen muchos problemas, y están trayendo esos problemas con nosotros. Traen drogas. Traen crimen. Son violadores. Y algunos, supongo, son buena gente.»
Con su retórica, Trump ha propiciado la consolidación de la identidad de los estadounidenses blancos identificados con sus políticas con posturas antinmigrantes, antiglobalización y antipluralistas, y sembró la semilla para exacerbar el radicalismo de los supremacistas.
En esa América de Trump, quienes no son blancos no son los verdaderos estadounidenses.
Recordemos las críticas del presidente contra las representantes del partido Demócrata, a quienes les pidió que regresarán a sus países, no obstante que todas son ciudadanas y nacieron en EE UU, salvo una. Alexandria Ocasio-Cortez, neoyorquina de origen puertorriqueño; Ayanna Pressley, afroamericana nacida en Cincinatti y criada en Chicago; Rashida Tlaib, natural de Detroit de padres palestinos; e Ihlan Omar, quien llegó a EE UU de niña procedente de Somalia.
En su Twitter, el presidente Trump escribió:
“Qué interesante ver a las congresistas demócratas ‘progresistas’, que proceden de países cuyos Gobiernos son una completa y total catástrofe, y los peores, los más corruptos e ineptos del mundo (ni siquiera funcionan), decir en voz alta y con desprecio al pueblo de Estados Unidos, la nación más grande y poderosa sobre la Tierra, cómo llevar el Gobierno» (…) «¿Por qué no vuelven a sus países y ayudan a arreglar esos lugares, que están totalmente rotos e infectados de crímenes. Entonces que vuelvan aquí y nos digan cómo se hace».
En palabras de Chauncey DeVega, redactora de política para el sitio especializado Salon:
“Donald Trump y la agenda racista del Partido Republicano están al servicio de la política de identidad blanca y una suposición fundamental de que los blancos deben ser siempre y para siempre el grupo más privilegiado y dominante en los Estados Unidos. Pero, ¿cuáles son los contornos específicos de la política de identidad blanca y por qué ha sido tan políticamente efectiva y personalmente seductora para Trump, el Partido Republicano y sus votantes? ¿Es la política de identidad blanca una amenaza existencial para la democracia multirracial de Estados Unidos? ¿Qué significa ser «blanco» en los Estados Unidos después de los derechos civiles? ¿Los hombres blancos y las mujeres blancas invierten en identidad blanca de la misma manera?”.
El sábado pasado, Patrick Crusius, un supremacista blanco de 21 años, condujo nueve horas desde Dallas a El Paso, Texas para llegar al centro comercial de Walmart con el objetivo disparar contra hispanos, particularmente mexicanos. El agresor escribió un manifiesto que publicó en el foro 8chan 45 minutos antes del ataque, anunciando que usaría un AK-47.
21 personas fueron asesinadas y 20 resultaron heridas. De los fallecidos, ocho son mexicanos.
En Dayton, Ohio, otro atacante asesinó a nueve personas e hirió a otras 27 cuando abrió fuego contra ellos en un popular distrito de vida nocturna. El sospechoso, identificado como Connor Betts, de 24 años, también fue abatido por la policía.
Ese es el saldo del odio supremacista blanco contra todo lo que no es como ellos. No solo van contra mexicanos, hispanos o afroamericanos, matan a cualquiera que no comparte su filiación, etnicidad, religión preferencia sexual. Todos los estadounidenses, incluidos los blancos, son víctimas potenciales. Así es como debe entenderse la gravedad de los crímenes de odio racial.
Las miradas están puestas sobre el presidente Trump. Muchos le responsabilizan por propiciar los crímenes de odio con sus posturas racistas. Sin embargo, pese a las condenas de los demócratas, a Trump le ha funcionado utilizar el discurso racial, aunque él sostiene que no es racista. El apoyo entre sus seguidores se mantiene estable con miras a la campaña por la reelección en el 2020, pero quizás esto pueda cambiar.
Trump llamó a “condenar el racismo, la intolerancia y la supremacía blanca». Anunció una serie de medidas para prevenir ataques que van desde el control de videojuegos violentos hasta el registro en la compra de armamento, pero no mencionó ningún control serio para reducir la adquisición de arsenal. En su óptica, la radicalización es un asunto de enfermos mentales y de contenidos nocivos en internet y redes sociales. Pero no reconoce o admite que el odio racial también es exacerbado por sus políticas antinmgrante.
Por ello, se duda que el presidente asuma decididamente un combate contra los supremacistas, porque él mismo es quien enarbola posturas radicales que desconocen la identidad del otro.
El problema de los supremacistas blancos se ha encubado anteriormente a la llegada de Trump a la Casa Blanca, pero durante su mandato estos grupos han crecido exponencialmente.
Las masacres en El Paso y en Dayton pueden ser un punto de inflexión, un despertar del pueblo de los Estados Unidos para salir de esa pesadilla que ha significado relacionar la identidad racial con la política.